Llevábamos ya una semana de
encierro y las salidas al balcón eran la
única conexión que nos quedaba con el mundo exterior. El real, y no ese que teníamos
en las redes. Era donde podías ver con tus propios ojos al vecino de enfrente,
a ese que a pesar de llevar años viviendo en el mismo sitio, jamás habías visto.
Poner cara a la pareja de al lado, a esa que tantas veces te ha despertado con
sus discusiones o con sus reconciliaciones, y descubrir que el piso del otro
lado tenía inquilino. Se supone que nuestras cocinas daban pared con pared,
pero jamás escuché nada ni me encontré a nadie en el descansillo. Bien podría
ser un vecino nuevo o no. La vida en las grandes ciudades está tan
deshumanizada que a pesar de vivir en bloques llenos de gente, no conocemos
nada los unos de los otros. Nos decimos que es por no ser cotillas, por dejar
espacio y libertad a los demás, pero en realidad es por dejadez y porque el
resto de la gente nos importa bastante poco.
La cuestión es que en una de esas
salidas para dar el merecido reconocimiento a todo el personal sanitario que
cada día se jugaba su vida para salvar las de otros, escuchamos entre los
aplausos la música de un violín. No
sabría decir qué pieza era ni quién su creador, pero la ejecución me parecía
perfecta. Me asomé un poco más y pude ver el instrumento y a su dueño. Era un
hombre de mediana edad, unos cuarenta y cinco, más o menos y con un perfil angelical, de los ángeles del
infierno. Cabello oscuro veteado por algunas canas en las sienes y recogido en
una coleta. Brazos musculosos y llenos de tatuajes que le llegaban hasta las muñecas.
El típico hombre duro sensible. La música
terminó y aplaudí. El vecino angelical tenía unos modales diabólicos y se metió
en su casa sin dirigirme una mirada ni darme las gracias.
Al día siguiente la escena se
repitió y al otro también, solo que esta vez el vecino me miró y me dio las
gracias. Tenía los ojos oscuros y la sonrisa brillante.
-
¿Te gusta lo que toco?
-
Esa música sí. Si tocas otras cosas desconozco
si me gustarían más o menos…que esta
melodía.
-
Ya, pero en estos momentos solo se puede tocar…música para el
vecindario.
La
conversación estaba subiendo de tono y no era el momento de que empezara a
decantarse por colores…calientes.
-
¿Nos vemos mañana en el mismo sitio y a la misma
hora? Pregunté un poco por ir terminando
con aquello.
-
Mañana nos veremos…si Dios quiere.
Aquella expresión en su boca me
sorprendió bastante. Pero durante todos los días que duró el cautiverio ni él
ni yo faltamos a la cita en el balcón. Es lo más cerca de sentirme Julieta que
he estado nunca. Y al igual que ella yo
también me quedé sin mi Romeo, o debiera decir sin mi Azraél.
Hoy, tiempo después, pasada nuestra pandemia y viendo en las
noticias la proximidad de un huracán volví a escuchar un violín y supe que
estaba de nuevo aquí. No me gustó.
Sonreí.