Su manera de demostrar su
devoción hacia mí era entregándome a otros para que me disfrutaran. Lejos de
molestarme, me sentía halagada. Sólo puedes dejar lo que es tuyo, por lo tanto,
si él me compartía con otros es porque me sentía suya, me sabía suya.
Cuando pasaba algún tiempo en compañía
de alguno de sus amigos o amigas, sí, también me compartía con el género
femenino, y casi puedo decir que eso aún lo disfrutaba más; no es lo mismo que
te toque la áspera mano de un varón que la suave de una fémina, me miraba
atentamente y palpaba cada rincón de mi cuerpo para comprobar que seguía siendo
yo, que era la misma, que por mucho que hubiera sido sobada, mirada y admirada,
no había cambiado nada.
Pero aunque él no lo notara, cada
mano que había pasado por mí, me había cambiado. Cuando otros dedos que no son
los de tu amo se posan en ti, invariablemente te hace cambiar. Esa presión
ejercida con un dedo, esa mirada anhelante y deseosa que se posa en una parte
de tu cuerpo y siente la necesidad de seguir mirando hacia el resto, ese
aliento que te calienta el cuerpo aunque no quieras. Eso te hace cambiar. Quizá
no por fuera, pero en el fondo del alma ya no eres la misma. Porque cada mirada lee una cosa distinta en ti aunque
siempre haya escrita las mismas letras.
Porque yo soy suya, porque él me
ha escrito. Soy su libro, soy su novela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario